CAPÍTULO
I
DEL
BIG BANG AL ORIGEN DE LA VIDA
13.750.000.000
A.C. – 3.700.000.000 A.C.
(O,
llevado a escala de un año, del 1 de enero al 24 de septiembre)
“¿Quién
se podría tragar algo así de ridículo?”: El Big Bang
A los
catorce años, Milton Humason dio por terminada su educación formal
y se lanzó a forjar su vida en la soleada California. En 1911, con
20 años de edad, fue contratado por los constructores del
observatorio del Mount Wilson para cargar los materiales de la obra
cerro arriba. Al poco andar, se enamoró de la hija del ingeniero
jefe, Helen Dowd. En breve eran ya marido y mujer, muy a pesar de
Míster Dowd, quien aspiraba a algo más que una vida de arrieros
para su descendencia.
Humason
estaba consciente de que encarrilar mulas por las sierras no era
precisamente un oficio de yerno ideal. En 1917, en parte para
impresionar a su suegro y en buena medida gracias sus buenos oficios,
ingresó al staff del observatorio como recepcionista. Al poco
tiempo, fue aceptado como asistente de noche, algo del todo inusual
para un tipo que ni siquiera había terminado la secundaria. Pero el
hombre tomaba las mejores imágenes espectrales de galaxias lejanas,
y se transformó en la mano derecha de Edwin Hubble, que por aquel
entonces indagaba constelaciones desde las inmediaciones de
Hollywood, antes que se convirtiera en un antro de contaminación
lumínica.
Las
fotografías que llegaban a manos de Hubble indicaban una curiosa
peculiaridad: los objetos lejanos aparecían más “rojos” de lo
esperado, y existía proporcionalidad entre su lejanía y el grado de
“corrimiento hacia el rojo”. La longitud de onda de la luz era
mayor a la esperada porque los objetos se alejaban, y mientras mayor
era la distancia a la Tierra mayor era también la velocidad a la que
esto ocurría. Lo extraño es que ello se observaba en todas
direcciones, por lo que no se podía atribuir a alguna estrella o
galaxia particular de espíritu viajero.
Hubo que
esperar hasta 1927 para que Georges Lemaître, un físico belga y
sacerdote católico, tuviese la osadía de proponer que aquello se
debía a que el mismísimo universo se estaba expandiendo. La
historia del descubrimiento del Big Bang nacía de las imágenes de
un tipo que terminó en un observatorio para complacer a su familia
política[1] y del intelecto de un ilustre representante de la
Iglesia Católica[2], con frecuencia acusada de ser un bastión de
resistencia a las revoluciones científicas. Y no es claro que haya
habido una sola idea tan revolucionaria a lo largo de la historia de
la humanidad como que todo el vasto universo comenzó como una
partícula infinitamente pequeña (salvo quizás por el cálculo
reciente de que Santa Claus tendría que viajar a una velocidad
promedio de 2.100 kilómetros por hora para entregar un regalo a cada
niño el día de Navidad[3]).
El
nombre de Big Bang, sin embargo, no fue acuñado por sus
descubridores, sino por sus detractores. El astrónomo inglés Fred
Hoyle, es de suponer que buscando la expresión más infantil y menos
digna de respeto que se le vino a la mente, lo llamó de esa manera
en una transmisión radial de la BBC en 1949, mientras instruía a la
audiencia sobre lo evidentemente inverosímil y desprovisto de
sentido de semejante disparate[4]. El nombre resultó ser elocuente,
y quedó instalado para siempre. Bien lo pudo llamar “Teoría del
Kabuuuum” o la “Hipótesis del Kataplámmm”, y pasar al olvido
rápidamente. Pero aquí estamos todos, rindiendo un inmerecido
homenaje a su talento denominativo.
Joaquín Barañao