19 abr 2018

Historia Universal Freak #1

CAPÍTULO I

DEL BIG BANG AL ORIGEN DE LA VIDA


13.750.000.000 A.C. – 3.700.000.000 A.C.
(O, llevado a escala de un año, del 1 de enero al 24 de septiembre)


¿Quién se podría tragar algo así de ridículo?”: El Big Bang

A los catorce años, Milton Humason dio por terminada su educación formal y se lanzó a forjar su vida en la soleada California. En 1911, con 20 años de edad, fue contratado por los constructores del observatorio del Mount Wilson para cargar los materiales de la obra cerro arriba. Al poco andar, se enamoró de la hija del ingeniero jefe, Helen Dowd. En breve eran ya marido y mujer, muy a pesar de Míster Dowd, quien aspiraba a algo más que una vida de arrieros para su descendencia.

Humason estaba consciente de que encarrilar mulas por las sierras no era precisamente un oficio de yerno ideal. En 1917, en parte para impresionar a su suegro y en buena medida gracias sus buenos oficios, ingresó al staff del observatorio como recepcionista. Al poco tiempo, fue aceptado como asistente de noche, algo del todo inusual para un tipo que ni siquiera había terminado la secundaria. Pero el hombre tomaba las mejores imágenes espectrales de galaxias lejanas, y se transformó en la mano derecha de Edwin Hubble, que por aquel entonces indagaba constelaciones desde las inmediaciones de Hollywood, antes que se convirtiera en un antro de contaminación lumínica.

Las fotografías que llegaban a manos de Hubble indicaban una curiosa peculiaridad: los objetos lejanos aparecían más “rojos” de lo esperado, y existía proporcionalidad entre su lejanía y el grado de “corrimiento hacia el rojo”. La longitud de onda de la luz era mayor a la esperada porque los objetos se alejaban, y mientras mayor era la distancia a la Tierra mayor era también la velocidad a la que esto ocurría. Lo extraño es que ello se observaba en todas direcciones, por lo que no se podía atribuir a alguna estrella o galaxia particular de espíritu viajero.

Hubo que esperar hasta 1927 para que Georges Lemaître, un físico belga y sacerdote católico, tuviese la osadía de proponer que aquello se debía a que el mismísimo universo se estaba expandiendo. La historia del descubrimiento del Big Bang nacía de las imágenes de un tipo que terminó en un observatorio para complacer a su familia política[1] y del intelecto de un ilustre representante de la Iglesia Católica[2], con frecuencia acusada de ser un bastión de resistencia a las revoluciones científicas. Y no es claro que haya habido una sola idea tan revolucionaria a lo largo de la historia de la humanidad como que todo el vasto universo comenzó como una partícula infinitamente pequeña (salvo quizás por el cálculo reciente de que Santa Claus tendría que viajar a una velocidad promedio de 2.100 kilómetros por hora para entregar un regalo a cada niño el día de Navidad[3]).

El nombre de Big Bang, sin embargo, no fue acuñado por sus descubridores, sino por sus detractores. El astrónomo inglés Fred Hoyle, es de suponer que buscando la expresión más infantil y menos digna de respeto que se le vino a la mente, lo llamó de esa manera en una transmisión radial de la BBC en 1949, mientras instruía a la audiencia sobre lo evidentemente inverosímil y desprovisto de sentido de semejante disparate[4]. El nombre resultó ser elocuente, y quedó instalado para siempre. Bien lo pudo llamar “Teoría del Kabuuuum” o la “Hipótesis del Kataplámmm”, y pasar al olvido rápidamente. Pero aquí estamos todos, rindiendo un inmerecido homenaje a su talento denominativo.



Joaquín Barañao